Ilustración por: Fernando Nuñez

El ejercicio cotidiano de la violencia invisible
Hace unos días una amiga me contaba una anécdota en la que su pololo bromeaba con la idea de violarla: “este sería el escenario perfecto”, le dijo. Ese escenario, que para él era una broma al estilo Morandé, para ella representaba el horror mismo; un horror cotidiano. No es gracioso, no todo puede serlo, menos hoy que comenzamos a ser más conscientes, como nunca antes en la historia, de las violencias que se esconden en nuestros actos y palabras hacia las mujeres con las que compartimos.

Los últimos años hemos sido testigos de actos de resistencia y emancipación, una lucha desde la necesidad de que esta sociedad, nacida de la dominación y la violencia, tome conciencia de la importancia del lenguaje, porque algunos temas nunca serán material del humorista. Una palabra, un gesto e incluso una mirada pueden generar angustia en las otras personas. Estamos impregnados de reminiscencias patriarcales sumamente dañinas para todos y todas. Brotan a flor de piel, están a la vuelta de la esquina, en el cuarto de al lado, consumiendo nuestras relaciones con las demás.
Las violencias son parte de las dinámicas sociales y potencialmente parte de todas nuestras relaciones: aquello que transgrede a otra persona en sus propios límites, es violento. Y digo violencias en plural porque son muchas, tienen tantas formas como tipos de subordinación y dominación.
En mi experiencia de trabajo clínico con hombres cis he oído mucho que “ahora no se puede decir nada”, aludiendo a que todo lo que se expone sobre temáticas de género pareciera ser una ofensa; algo que contiene cuotas de agresividad implícita que lo convierte en un ataque, en otro acto de violencia que los hombres muchas veces no logramos comprender, por eso muchos optan por el silencio sin reflexión. Es cada vez más común, tal vez exacerbado por las condiciones de encierro y hacinamiento, el comenzar a entender que en muchas ocasiones lo prohibido no es el hablar en sí sobre cierto temas, como muchos suelen creer; si no aquello que repetimos y seguimos diciendo sin pensar las implicancias que esto tiene. ¿Nos hemos preguntado qué cosas hemos dicho que hoy parecen no ser toleradas o solo reflexionamos sobre nuestros silencios?
Nosotros, que hemos sido testigos toda la vida de las violencias, tenemos la oportunidad de ver los efectos de nuestros actos y palabras. Si las costumbres se heredan, porque son una transmisión generacional de actos y afectos desde que somos pequeños, ¿no sería el primer paso repensarlas y comprender cómo se dieron a lo largo de nuestra historia?, ¿qué hemos dicho últimamente?, ¿cómo es el trato cotidiano hacia las mujeres con las que nos relacionamos? La invitación es a pensar las violencias que encarnamos y ejercemos, para poder decir y hacer cosas nuevas.
Autor: Pablo Montecinos